Los cristos pequeños

Anoche empezaron a llegar otra vez los cristos pequeños.
Como ocurre cada año, los oímos golpear contra el vidrio y enseguida nos levantamos para recibirlos. Nos despertaron los golpes secos, a maderos crujientes, que hacen al chocar contra la ventana del living y del comedor.
Llegamos a tiempo para ver, todavía, a uno que otro en su torpe aterrizaje. La mayoría estaba luchando contra esa propiedad resbaladiza que tienen los vidrios de nuestra casa. Es gracioso verlos patinar y volver a trepar, una y otra vez, sufriendo como condenados. Al final siempre lo consiguen, y allí quedan, a distintas alturas, con sus cruces y sus coronas de espinas. Si uno se acerca y los mira en detalle, pueden verse sus escuálidos cuerpos flagelados y sangrantes en forma de cruz. Sus alas, oscuras y rígidas como maderos, se abren y cierran mientras dura el esfuerzo de adherirse al vidrio, pero después quedan extendidas mostrando las manos atravesadas por clavos.
Fue a tío Paco a quien, hace unos años, se le ocurrió abrir una de las ventanas para dejarlos entrar y tenerlos, aunque fuera por unos días, adentro de la casa. De a poco, con un movimiento imperceptible, van desplazándose por el vidrio hasta la ventana abierta. En general, les lleva toda la primer noche ingresar. Nunca llegamos a ver cómo lo hacen, porque después de un rato nos reclama el sueño y terminamos volviendo a nuestras habitaciones.
Aunque ya estemos acostumbrados, es imposible escapar a la tristeza cuando a la mañana siguiente, con las primeras luces, asistimos a la muerte de los cristos pequeños. Los vemos caer de a poco contra el ladrillo del patio, contra el mármol del comedor y la alfombra del living. La primera vez cometimos el error de recogerlos y meterlos en una caja de fósforos para después tirarlos a la basura, ceremoniosamente. Por suerte quedó uno olvidado bajo la mesa ratona que a la noche siguiente nos sorprendió arrastrándose bajo su pesada cruz en dirección al vidrio. Así descubrimos que los cristos pequeños, tras su muerte diurna, resucitan llegada la noche. Es indescriptible la felicidad que sentimos ante semejante descubrimiento. Corrimos como locos hasta el tacho de basura que ya estaba en la calle para rescatar al resto, pero llegamos tarde; el camión recolector ya había pasado y se había llevado a nuestros cristos pequeños.
Por suerte, la siguiente noche, siguieron llegando más y continuaron haciéndolo durante varios días, por lo que nuestro solitario sobreviviente pronto estuvo acompañado por decenas de nuevos compañeros.
Todavía no le hemos encontrado explicación a su peregrinaje. A pesar de que muchos miembros de nuestra familia se han especializado en los cristos pequeños investigando bibliografía, conectándose con científicos y teólogos del mundo entero, nadie ha logrado llegar a comprender su conducta. Siguen siendo un misterio para todos nosotros.
Es maravilloso ver como, durante los días que dura su visita, cambia el humor de la casa entera. Se respira otro aire, se multiplican las muestras de afecto y afloran sentimientos dormidos durante el resto del año. Es curioso, porque la vista de los cristos pequeños no transmite otra cosa que tristeza y remordimiento: sus pequeñas caras demacradas, sus cuerpecitos huesudos y sangrantes; tan insignificantes y tan dados a sufrir, prisioneros de sus propias cruces y espinas; tan efímeros e inútiles. Hemos relevado que apenas viven unas pocas semanas. No hemos detectado conductas de apareamiento ni actividad social alguna entre ellos. Simplemente llegan (nadie sabe de dónde), sufren durante sus reiteradas muertes y resurrecciones, y terminan desapareciendo, dejando como único rastro resecas y polvorientas cascarillas vacías.
Es penoso descubrir la inutilidad de su visita: tras el misterio de su desaparición, en cuestión de horas, la casa vuelve a la normalidad; como si nunca hubiesen existido.
Eso sucederá seguramente esta noche: nos iremos a dormir cansados de observar su silencioso calvario y cuando amanezcamos, ellos ya se habrán ido. Como todos los años, desde hace algún tiempo y quién sabe hasta cuando.

Hernán Galdames