La corrida

El que me convenció fue Ramiro. Dale che venite a la plaza con nosotros que hoy se va a poner bueno. Yo dudé, pero después me trataron de maricón así que me decidí y a eso de las doce nos fuimos para la plaza. Ya todos habían estado salvo yo, era mi debut y un poco nervioso estaba, no voy a mentir. Me dieron las mil indicaciones, no acercarse demasiado, elegir cascotes medianos porque los chicos no hacen nada y los grandes son muy pesados y no llegan lejos. Siempre estar atento a los cuatro frentes, no vaya a ser cosa que te aparezca uno de atrás y te meta un palazo a traición. No sacarse nunca la remera de la cara porque después te fichan en los noticieros y sos boleta. Una serie de consejos entre burlas y canchereadas que tuve que soportar durante toda la caminata. La plaza no estaba llena pero por todos lados se veían grupitos de gente como nosotros que llegaban, seguramente por distintos motivos, porque había viejas, chicos, familias enteras, algunos con banderas argentinas, otros con cacerolas; yo no llevaba nada, pero Ramiro, bien escondida entre la ropa, llevaba su cortaplumas, la que había heredado del viejo. Los otros amigos de Ramiro no sé si llevaban algo, pero a juzgar por las caras, nada bueno debían esconder. El sol brillaba como loco y con la caminata nos dio calor así que nos sacamos las remeras y las colgamos del cinturón. Los pocos policias que había nos miraban desconfiados, pero nadie nos dijo nada y llegamos casi al centro de la plaza. De repente un desbande de gente se nos vino encima. Ramiro fue el primero en avivarse, dio media vuelta, se paró con las patas abiertas como en guardia y nos señaló lo que se venía. No sé de dónde, como veinte policias de la montada aparecieron como fantasmas y a revencaso limpio dispersaban a la gente. No distinguían entre viejos, jóvenes, mujeres o chicos, ellos pegaban no más, al bulto como quien dice. Ramiro nos hizo señas de que corrieramos y yo salí disparado para el lado de Bolivar. Habré corrido como cien metros sin mirar para atrás, ya estaba saliendo de la plaza cuando con la mirada busqué a mis amigos. Me acordé del consejo y miré para los cuatro lados por las dudas y ahí lo vi. Un policía de a caballo que venía al galope derechito hacia mí. Pensé en Ramiro, Ramiro dónde carajo estás, qué se hace en estos casos. Pero, como evidentemente Ramiro no estaba cerca mío y yo el único boludo que corrió para donde no tenía que correr y ahora tenía un soberano policía con un caballo de como tres metros y un palo que agitaba en el aire que como poco debía medir unos cuatro metros, corrí lo más rápido que pude y llegué a la esquina de Alsina y doblé resbalando en las baldosas y seguí corriendo y cuando me di vuelta el cana seguía atrás, como si se hubiese ensañado conmigo, yo, que no tenía nada que ver, que ni siquiera había tenido oportunidad de levantar un cascote, y cada vez lo tenía más cerca, no me iba a dar el tiempo para llegar a la esquina y doblar cerrado para sacarle un poco de ventaja, porque el caballo tran grande y pesado y con las herraduras que patinaban en el asfalto tardaría un poco en dar la vuelta, pero la esquina me parecía inalcanzable y ya tenía el hocico del animal echándome resoplidos en la espalda, en cualquier momento venía el garrotazo, el golpe que te deja seco un momento, que no entendés qué pasa, que cómo el piso tan cerca de tu cara y el chorro tibio que te corre por el pelo y palpás para ver que és y te descubrís toda la mano colorada de sangre, pero nada de eso, en cambio me encontré en medio de la manzana con un pasaje que nunca había visto, a pesar de que conocía la zona como la palma de mi mano porque cuando trabajaba de cadete siempre andaba por ahí, así que frenando en seco me metí en la galería que tenía los negocios con las persianas bajas porque seguramente se habían ido temprano por las dudas de que a algún gil lo persiguiera la montada y se le ocurriera esconderse en el pasaje y un policía con caballo y todo se metiera para perseguirlo. Por un segundo no se escuchó nada. Me quedé calladito en uno de los recovecos de la galería. Pensé que tal vez había desistido o que no se animaba a meterse. Hasta pensé que no entraría porque con las herraduras podía romper los baldosones de mármol. Siguió el silencio por unos instantes pero de a poco, como si estuviese viniendo de otro tiempo o de otro espacio empecé a sentir los pasos del caballo. Avanzaba despacio, seguramente con el freno clavándosele en la boca. De vez en cuando lo escuchaba bufar, protestando por tener que contenerse, por no poder seguir a la carrera. Me fuí escurriendo de a poco hacia el interior del pasaje. Más adentro me encontré con dos pasillos. Tuve que optar. Más o menos orientado calculé que el de la izquierda probablemente tendría salida a plaza de Mayo. Una luz fuerte en el fondo parecía confirmarlo. Sí, indudablemente era la claridad de la plaza. Aliviado respiré con un poco menos de dificultad. Afuera me confundiría con la gente y lo perdería. La salida tenía un enrejado enrollable que por suerte estaba a medio bajar. Miré para atrás por las dudas y sentí el golpe de luz al dar el paso que me perdería de nuevo entre la muchedumbre. Pero la plaza estaba vacía, bueno, no exactamente, después de unos segundos me di cuenta de que no estaba vacía sino llena, pero de cadáveres tirados desordenadamente en medio de fogatas y rodeados por edificios en llamas, todos los edificios que rodeaban la plaza estaban incendiados, por todas partes columnas de humo, en la lejanía también y, entre los cadáveres, los canas que de vez en cuando los daban vuelta, les revisaban los bolsillos y los volvían a dejar tirados, muertos, todos muertos. Eso no podía estar pasando, no fueron más de cinco minutos. Di media vuelta y me metí de nuevo al pasaje decidido a enfrentarlo. Fue ahí o tal vez antes, eso no lo recuerdo muy bien, cuando recibí el palazo en la cabeza. Ahora estoy bien, me dolió mucho el tiempo que estuve medio desmayado en el calabozo, pero desde que me trajeron acá al hospital, estoy bien. Un poco mareado no más.
Hernán Galdames