Dormir de noche

 
En el momento en que Osvaldo apagó la luz del velador y se tapó hasta la nariz escuchó la puerta de entrada. Debía ser Eleonora, la empleada, que llegaba a limpiar el departamento. Sintió los pasos por el pasillo hasta el baño; luego, en medio del silencio, el tintineo de un chorrito cristalino que se fue debilitando hasta terminar en una o dos intermitencias; después la descarga del inodoro, la puerta, otra vez los pasos y el ruido de los platos en la cocina. Era ella, no había por qué preocuparse, podía dormir tranquilo.
En los primeros tiempos, cuando aceptó que Eleonora viniera más allá de las diez porque el resto de las horas las tenía ocupadas, a Osvaldo le costó dormir con alguien rondando de noche por toda la casa; pero, con el pasar de los días, empezó a acostumbrarse y, ahora, apenas si la oye durante los pocos minutos que le lleva quedarse dormido. Es verdad que a veces lo despierta la aspiradora tronando en el living, o la cantinela de la radio que Eleonora escucha mientras plancha, pero esas intromisiones son fugaces y casi nos las recuerda al despertar.
En mitad de la noche, una impostergable necesidad de ir al baño lo obligó a levantarse; no era habitual en él, por lo general dormía de un tirón hasta el amanecer. Mientras estuvo de pie, tambaleándose frente al inodoro, le pareció escuchar voces, risas y copas entrechocando. Así como estaba, en calzoncillos, caminó hasta el living y encontró a Eleonora sentada en el sillón junto a un grupo de desconocidos. Cuando lo vieron, pararon de conversar y ella le dijo: “Buenas noches, señor, espero que no lo hayamos despertado.” “No, no, todo bien”, contestó Osvaldo; “sigan, sigan, no se preocupen.” Y, quitándose una lagaña del ojo, amagó volver al cuarto pero se arrepintió y fue hasta la cocina a buscar un vaso de agua. Desde allí podía espiar la reunión sin ser visto: Eleonora ocupaba el sofá principal, junto a ella un hombre de unos cuarenta años; en los sillones de un cuerpo, una chica joven y un muchacho apenas mayor que ella. Sobre la mesa ratona, copas de vino tinto, una tabla de quesos y papas fritas. Parecían estar pasándola bien. Sin llamar demasiado la atención cruzó de nuevo la sala, entró en la pieza, cerró la puerta y se metió en la cama. En seguida fue atrapado por un sueño que lo instaló en lo alto de una brutal pirámide, tal vez egipcia, quizás Maya; a sus pies, rodeando las cuatro caras del templo, una gran multitud de súbditos y esclavos. Sin entender cómo, sabía que sólo bastaba una orden de su mano para que cientos fueran arrastrados a la muerte. Era un sueño vívido, exultante, que lo llenaba de energía; percibía los olores, la temperatura agobiante, hasta el deseo de muerte que flotaba en el aire. Un grupo se diferenciaba del resto por la actitud quebrada de sus posturas, tobillos y muñecas sujetos por gruesas sogas de cáñamo. Había hombres, mujeres y niños. Sin duda prisioneros destinados al sacrificio. Empezó a levantar el brazo despacio y la multitud comenzó a enardecerse, su respiración se aceleró y un regocijo interior lo saciaba. Entonces escuchó un chillido animal, o al menos eso creyó en un primer momento; después, mientras despegaba con dificultad los ojos, se dio cuenta de que era el ruido de la puerta del cuarto abriéndose despacio. Miró, desdeñoso, y vio a Eleonora que se asomaba con timidez y le decía que su primo, el hombre cuarentón que había visto en el living y que ahora la acompañaba y se sostenía con dificultad contra el marco de la puerta, había tomado algunas copitas de más y necesitaba recostarse un rato, si no sería molestia para él hacerle un lugarcito en la cama ya que el sillón estaba ocupado por otros invitados. Osvaldo no dijo nada, sólo hizo un gesto con la mano de que estaba todo bien, que lo acostase nomás, se puso de espaldas y, a pesar del fuerte olor a alcohol, siguió durmiendo.
Ahora, la perspectiva había cambiado, ya no veía las cosas desde arriba sino que estaba en medio de decenas de cuerpos transpirados que temblaban y exudaban el acre olor del miedo. En manos y pies le quemaban ásperas sogas que lo encadenaban al resto. Arriba, sobre la pirámide, un sacerdote mantenía el brazo suspendido disfrutando de la ansiedad del pueblo que clamaba por sangre. La mano en alto cayo de golpe y los chillidos de terror empezaron a resonar más agudos y brutales que los gritos de sus verdugos. Azuzados por filosas lanzas, eran obligados a correr hacia los primeros escalones, algunos se enredaban con las cuerdas y eran arrastrados por los demás. De pronto, otra vez, un ruido ajeno: Eleonora entraba sigilosa al cuarto para ver cómo seguía el enfermo. Osvaldo giró apenas la cabeza y la vio sentada en el borde de la cama con una mano en la frente del hombre palpándole la temperatura. El primo parecía estar repuesto, porque mientras ella lo mimaba con sus cuidados le rodeó la cintura con un brazo y empezó a acariciarle una pierna. Al principio Eleonora lo rechazó, tal vez en deferencia a Osvaldo, pero, ante la insistencia, terminó entregándose. Con una mano le recorría los muslos, buscaba debajo de la falda, mientras la otra la atraía hacía él. Osvaldo cerró los ojos, se achicó lo más que pudo en su sector de la cama y se tapó la cabeza con las mantas. Así y todo pudo escuchar el jadeo de ambos, su progresivo aceleramiento y el éxtasis final. Le pareció apropiado esperar unos segundos, darles tiempo a que se repusieran, para emerger de debajo del acolchado y reprender a Eleonora. Le dijo que cómo podía hacer eso con su primo. Ya de pie, mientras se ordenaba el vestido y el hombre se abrochaba los pantalones, le respondió que no se preocupara, que se trataba de un primo muy, muy lejano. Antes de que salieran del cuarto, Eleonora tomó un sorbo de agua del vaso que había sobre la mesa de luz y estiró la cama para que Osvaldo pudiera seguir durmiendo con comodidad.
Tal vez, por tantos sobresaltos el sueño se degeneró, ya no había ni rastros de la pirámide, de la multitud, del sacerdote, lo único que prevalecía era la selva que, si bien antes había sido una presencia lejana y previsible, ahora había tomado tal dimensión que lo abarcaba todo. Al principio se sintió oprimido, dominado; pero al descubrir que vestía una armadura y que en su mano empuñaba un afilado machete de metal con el que podía cortar hojas, ramas y enredaderas entendió que tenía poder sobre ella. Detrás de unos arbustos escuchó gemidos y una respiración agitada. Se acercó y vio algo que salió a la carrera. Era su presa y no pensaba dejarla escapar. Corrió tras ella, abriéndose paso a machetazos. No le costó mucho alcanzarla. Abrió un hueco en la espesura y descubrió a una mujer acurrucada y temblorosa. Por la ropa y los tatuajes supo que era de la tribu que habían diezmado, estaba a su merced para lo que quisiera, rendida, entregada; de su boca temblorosa salieron palabras que no pudo comprender, luego escuchó unos golpes.
La puerta se abrió despacio. Se asomó Eleonora con una sonrisa suplicante disculpándose por la intromisión. Le dijo que tenía que irse y que no le había dejado la plata en la cocina, si podía pagarle porque necesitaba hacer unas compras. Osvaldo respondió con una voz oscura y pegajosa que no había problema, que buscara dentro del placard el pantalón azul, que en el bolsillo trasero estaba la billetera y que sacara lo que fuera. “Disculpe”, dijo una vez más Eleonora, “pero voy a tener que encender el velador un segundo,  mejor cierre los ojos.” Revolvió entre las perchas hasta encontrar el pantalón, hurgueteó dentro de la billetera, retiró unos pesos y volvió a dejar todo en su lugar. “Bueno, no lo molesto más, gracias y hasta mañana, señor”, dijo por fin, mientras apagaba la luz. Volvió a entornar la puerta y se escucharon sus pasos alejarse por el pasillo, el tintineo de las llaves y el clack del ascensor.
Es probable que Osvaldo haya vuelto a dormirse, o más bien que haya navegado por ese territorio confuso que precede al sueño o que lo clausura. Cuando entraron los primeros rayos de sol a través de las rendijas de la persiana, se levantó, se dio una ducha, se vistió y luego fue a prepararse el desayuno. Al pasar por el living vio que todo estaba en orden, perfectamente limpio. Lo mismo en la cocina, los platos lavados, el tacho de basura vacío, la mesada impecable, la bandeja con la tasa preparada junto al azúcar, y el café caliente en el termo, esperándolo.
Hernán Galdames 2011